VÍA CRUCIS – Viernes Santo
UPa de Pontedeume
Señor, ayúdanos para que aprendamos a soportar las penas y las fatigas de la vida diaria; que tu muerte y resurrección nos levante, para que lleguemos a una más grande y creativa abundancia de vida. Tú que has tomado con paciencia y humildad la profundidad de la vida humana, igual que las penas y sufrimientos de tu cruz, ayúdanos para que aceptemos el dolor y las dificultades que esta enfermedad producida por el COVID-19 ha traído a nuestros pueblos, causando en las familias un enorme daño a muchas de ellas. Haznos capaces de permanecer con paciencia y esperanza, fortaleciendo nuestra confianza en tu ayuda. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Al comenzar cada Estación, se reza:
Te adoramos, oh Cristo y te bendecimos.
Porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
se termina con esta invocación:
Jesús, pequé:Ten piedad y misericordia de mí.
Al finalizar cada Estación:
Padrenuestro, Avemaría y Gloria
I. Jesús es condenado a muerte. (Del Evangelio según San Mateo 27, 22-23-26)
Pilato les preguntó: “¿y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?” Contestaron todos: “¡que lo crucifiquen!” Pilato insistió: “pues ¿qué mal ha hecho?” Pero ellos gritaban más fuerte: “¡que lo crucifiquen¡” Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.El Juez del mundo, que un día volverá a juzgarnos, está allí, humillado, deshonrado e indefenso delante del juez terreno. Pilato no es un monstruo de maldad. Sabe que este condenado es inocente; busca el modo de liberarlo. Pero su corazón está dividido. Y al final prefiere su posición personal, su propio interés, al derecho. También los hombres que gritan y piden la muerte de Jesús no son monstruos de maldad. Gritan porque gritan los demás, estando sometidos a la influencia de la muchedumbre.
Señor, tú has sido condenado a muerte porque el miedo al “qué dirán” ha sofocado la voz de la conciencia. Sucede siempre así a lo largo de la historia; los inocentes son maltratados, condenados y asesinados. Hoy nuestro mundo, nuestra sociedad, viene padeciendo, sin saber porqué, la llegada de un virus traicionero que está trayendo a nuestros pueblos el dolor y la muerte, así como la incertidumbre que esta pandemia genera ya en muchas de las familias afectadas. Señor, danos la fuerza necesaria en nuestras vidas, así como la fe y la esperanza para creer que tú también estás con nosotros llevando esta cruz.
II. Jesús carga con la cruz. (Del Evangelio según San Mateo 27, 27-31)
Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo; “¡Salve, Rey de los judíos!”. Luego lo escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella en la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.
Señor, muchas veces miramos, pero no vemos nada. No somos capaces de ver como todos los días hay personas que se alegran de que aún hoy te dejes escarnecer y ultrajar. Todos nosotros tenemos que ayudarte a llevar la cruz y tenemos que seguirte hasta el Calvario, si queremos reencontrarnos contigo. Danos fuerza para aceptar esta cruz que ahora estamos soportando y ayúdanos a reconocer tu rostro en todos estos seres que tanto están sufriendo el COVID-19.
III. Jesús cae bajo el peso de la Cruz. (Profeta Isaías 53, 4-6)
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes.
El hombre ha caído y cae siempre de nuevo: cuántas veces se convierte en una caricatura de sí mismo y, en vez de ser imagen de Dios, ridiculiza al Creador. Jesús, que cae bajo la cruz no es solo un hombre extenuado por la flagelación. El episodio resalta algo más profundo. La humillación de Jesús es la superación de nuestra soberbia: con su humillación nos ensalza. Dejémonos ensalzar por él.
Señor, todos estos días en nuestras estaciones del Vía Crucis vemos como caen tantos y tantos hermanos nuestros debido a esta terrible enfermedad. Pero sabemos que el peso de esta cruz te ha hecho caer a ti. Igualmente el peso de nuestros pecados, el peso de nuestras soberbias, te derriba. Pero también nos consta que tu caída no es signo de un destino adverso, pues lo haces todo por amor a la humanidad. Y te pedimos nos ayudes a sobrellevar el dolor por los que están cayendo. Igualmente, ayúdanos a renunciar a nuestras propias soberbias tantas veces destructivas y, aprendiendo de tu humildad, a que podamos levantarnos de nuevo.
IV. Jesús se encuentra con su Santísima Madre. (Del Evangelio según S. Lucas 2, 34-35.51)
Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: “Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma”. Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Nosotros conocemos la cuarta estación del Vía Crucis en la que Jesús encuentra a su Madre. Somos nosotros los que sufrimos las penas de una madre. Una madre llena de amor y de comprensión. Santa María, Madre del Señor, has permanecido fiel cuando los discípulos huyeron. Al igual que creíste cuando el ángel te anunció lo que parecía increíble -que serías la madre del Altísimo- también has creído en el momento de su mayor humillación. Por eso, en la hora de la cruz, en la hora de la noche más oscura del mundo, te han convertido en la Madre de los creyentes, Madre de la Iglesia.
Te rogamos Madre Dolorosa nos ayudes a creer, y nos ayudes para que la fe nos impulse a servir y dar muestras de un amor que socorre y sabe compartir el sufrimiento que está causando esta pandemia entre nuestras gentes.
V. El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la Cruz. (Del Evangelio según S. Mateo 27,32; 16-24)
Cuando le llevaban a crucificar, echaron mano de un tal Simón de Cirene, que venía del campo y le obligaron a ayudarle a llevar la cruz. Jesús había dicho a sus discípulos: “El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”.
Simón de Cirene, hoy bien representado por todas esas personas que, a pesar del peligro de contagio que ello supone (profesionales de la salud, atención a los ancianos, fuerzas de seguridad del estado, fuerzas armadas, bomberos, camioneros, personal de las tiendas de alimentación, correos, marineros, agricultores, etc.), han cargado con la cruz de los que padecen esta enfermedad del “coronavirus” como signo de amor, entrega y servicio a los demás.
Señor, a Simón de Cirene le has abierto los ojos y el corazón, dándole al compartir la cruz, la gracia de la fe. Ayúdanos a socorrer a nuestros hermanos que están sufriendo el dolor y la angustia por la enfermedad y la pérdida de muchos seres queridos.
VI. La Verónica limpia el rostro de Jesús (Profeta Isaías 53, 2-3)
No tenía figura ni belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se encuentran los rostros; despreciado y desestimado.
La Verónica, en principio, en el Vía crucis de Jesús no hace más que prestar un servicio de bondad femenina: ofrece un paño a Jesús. No se deja contagiar por la brutalidad de los soldados, ni inmovilizar por el miedo de los discípulos. Es la imagen de la mujer buena que, en la turbación y en la oscuridad del corazón, mantiene el brío de la bondad, sin permitir que su corazón se oscurezca. “Bienaventurados los limpios de corazón -había dicho el Señor en el Sermón de la montaña- porque verán a Dios”.
Inicialmente, Verónica ve solamente un rostro maltratado y marcado por el dolor. Pero el acto de amor imprime en su corazón la verdadera imagen de Jesús en el rostro humano, lleno de sangre y heridas, y le permite reconocer que únicamente podemos ver a Jesús con el corazón. Que solamente el amor nos deja ver y nos hace puros.
Señor, danos la inquietud del corazón que busca tu rostro. Protégenos de la oscuridad del corazón que ve solamente la superficie de las cosas. Graba tu rostro en nuestros corazones, para que así podamos encontrarte y mostrar al mundo tu imagen. Sólo el amor nos ayudará a reconocerte a través de nuestros hermanos que tanto están sufriendo.
VII. Jesús cae en tierra por segunda vez (Lamentaciones 3, 1-2.9.16)
Yo soy el hombre que ha visto la miseria bajo el látigo de su furor. Él me ha llevado y me ha hecho caminar en tinieblas y sin luz. Ha cercado mis caminos con piedras sillares, ha torcido mis senderos. Ha quebrado mis dientes con guijarro, me ha revolcado en la ceniza.
Podemos pensar en cómo la cristiandad, en la historia reciente, como cansándose de tener fe, ha abandonado al Señor; las grandes ideologías y la superficialidad del hombre que ya no cree en nada han creado un nuevo paganismo, un paganismo peor que, queriendo olvidar definitivamente a Dios, ha terminado por desentenderse del hombre. El hombre, pues, está sumido en la tierra. El Señor lleva este peso y cae una y otra vez para poder venir a nuestro encuentro; él nos mira para que despierte nuestro corazón; cae para levantarnos.
Señor Jesucristo, has llevado nuestro peso y continúas llevándolo. Es nuestra carga la que te hace caer. Pero levántanos tú, porque solos somos incapaces de reincorporarnos. Porque en lugar de un corazón de piedra danos de nuevo un corazón de carne, un corazón capaz de ver. No permitas que el poder de las ideologías ni el muro del materialismo lleguen a ser insuperables. Haz que te reconozcamos de nuevo. Ayúdanos a levantarnos en estos momentos difíciles y así poder levantar a los demás.
VIII. Jesús consuela a las hijas de Jerusalén (Del Evangelio de San Lucas 23, 28-31)
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: “dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: “Desplomaos sobre nosotros”; y a las colinas: “Sepultadnos”; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?
Oír a Jesús cuando exhorta a las mujeres de Jerusalén que lo siguen y lloran por él, desafiando las leyes que lo prohibían, nos hace reflexionar. ¿Cómo entenderlo? Jesús, sin duda agradeció los buenos sentimientos de aquellas mujeres, y movido del amor de las mismas quiso orientar la nobleza de sus corazones hacia lo más necesario y urgente: la conversión suya y la de sus hijos.
Señor, a las mujeres que lloran les has hablado de penitencia, del día del juicio cuando nos encontremos en tu presencia. Nos muestras la gravedad de nuestra responsabilidad, el peligro de encontrarnos culpables. Haz que caminemos junto a ti sin limitarnos a ofrecerte sólo palabras de compasión. Conviértenos y danos una vida nueva; no permitas que, al final, nos quedemos como el leño seco, sino que lleguemos a ser sarmientos vivos en ti, la vid verdadera, y que produzcamos frutos para la vida eterna.
IX. Jesús cae en tierra por tercera vez. (Lamentaciones 3, 27-32)
Bueno es para el hombre soportar el yugo desde su juventud. Que se sienta solitario y silencioso, cuando el Señor se lo impone; que ponga su boca en el polvo: quizá haya esperanza; que tienda la mejilla a quien lo hiere, que se harte de oprobios. Porque el Señor no desecha para siempre a los humanos: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor.
¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la caída de los hombres, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo sin Dios.
Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace aguas por todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo. En los momentos difíciles que nos trajo esta terrible enfermedad, ante nuestra impotencia para erradicarla cuanto antes de nuestras vidas, no te extrañe que lleguemos a preguntarnos: ¿Dónde está Dios?, sin darnos cuenta que tú ya estás en las víctimas de esta pandemia, estás en los médicos y sanitarios que los atienden, estás en las personas al cuidado de nuestros mayores, estás en los científicos que buscan vacunas antivirus, estás en todos los que en estos días colaboran y ayudan para solucionar el problema, estás en los que rezan por los demás, en los que difunden esperanza.
X. Jesús es despojado de sus vestiduras. (Del Evangelio según San Mateo 27, 33-36)
Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir “La Calavera”), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y se sentaron a custodiarlo.
Jesús es despojado de sus vestiduras. El vestido confiere al hombre una posición y un lugar en la sociedad. Ser desnudado en público significa que Jesús no es nadie, no es más que un marginado, despreciado por todos. Jesús despojado nos recuerda que todos hemos perdido la “primera vestidura” y, por tanto, el esplendor de Dios.
Señor Jesús has sido despojado de tus vestiduras, expuesto a la deshonra, expulsado de la sociedad. Y sin embargo, has cargado con los sufrimientos y necesidades de los pobres, de los enfermos y de todos aquellos que están excluidos del mundo. Ayúdanos para que aprendamos a aguantar las penas, fatigas y torturas de la vida diaria, para que logremos siempre una más grande y creativa abundancia de vida.
XI. Jesús es clavado en la Cruz. (Del Evangelio según San Mateo 7, 37-42)
Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: “Este es Jesús, el Rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban y decían meneando la cabeza: “Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismos; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz”. Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo: “A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos”.
Jesús es clavado en la cruz. Su cuerpo está martirizado. Mirémosle en estos momentos de adversidad y angustia que estamos viviendo debido al virus que tanto daño nos está provocando, y reconozcamos que precisamente así estamos cerca de Dios. Tratemos de descubrir su rostro en los que sufren.
Señor Jesucristo, te has dejado clavar en la cruz, aceptando la terrible crueldad de este dolor, la destrucción de tu cuerpo y de tu dignidad. Ayúdanos a no desertar ante lo que debemos hacer. A unirnos estrechamente a ti y así poder sobrellevar todos juntos esta difícil situación que nos ha tocado vivir.
XII. Jesús muere en la Cruz. (Del Evangelio según San Mateo 27, 45-50.54)
Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde Jesús gritó: “Elí, Elí lamá sabaktaní”, es decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: “A Elías llama éste”. Uno de ellos fue corriendo; enseguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: “Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo”. Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.
Jesús ha cumplido radicalmente el mandamiento del amor, ha cumplido el ofrecimiento de sí mismo y, de este modo, manifiesta al verdadero Dios, al Dios que es amor. Ahora sabemos que es Dios. Sabemos cómo es la verdadera realeza. Jesús dice “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Salmo 21). Asume en sí a todo el Israel sufriente, a toda la humanidad que padece.
Señor Jesucristo, en la hora de tu muerte se oscureció el sol. Constantemente estás siendo clavado en la cruz. En este momento histórico de tanto sufrimiento parece que vivimos en la oscuridad de Dios. Pero en la cruz te reconocemos, porque vemos que eres el que ama y sufre con todos los que lo están pasando mal. En esta oscuridad y turbación, ayúdanos a reconocer tu rostro. A creer en ti y a seguirte.
XIII. Jesús es bajado de la Cruz y puesto en brazos de su Madre. (Del Ev. Mt. 27, 54-55)
El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados: “Realmente este era Hijo de Dios”.
Señor, has bajado hasta la oscuridad de la muerte. Pero tu cuerpo es recibido por manos piadosas y envuelto en una sábana limpia. La fe no ha muerto del todo, el sol no se ha puesto totalmente. Cuántas veces parece que estés durmiendo. Qué fácil es que nosotros, los hombres, nos alejemos y nos digamos a nosotros mismos: Dios ha muerto. Haz que en la hora de la oscuridad reconozcamos que tú estás presente. No nos dejes solos cuando nos aceche el desánimo. Ayúdanos: a los pobres y a los ricos, a los sencillos y a los sabios, a nuestros enfermos y a los sanos, a los buenos y a los no tan buenos. A todos, para así poder ver por encima de los miedos y prejuicios, y te ofrezcamos nuestros talentos, nuestro corazón, nuestro tiempo, preparando así el jardín en el cual puede tener lugar la resurrección.
Jesús está muerto, de su corazón traspasado por la lanza del soldado romano mana sangre y agua: A él no le quiebran las piernas como a los otros dos crucificados; así se manifiesta como el verdadero cordero pascual, al cual no se le debe quebrantar ningún hueso. Al pie de la cruz estaba María, su Madre, la hermana de su Madre, María, María Magdalena y el discípulo que él amaba. Llega también un hombre rico, José de Arimatea, y luego un miembro del Sanedrín, Nicodemo. Éstos serían los que luego enterrarían a Jesús en su tumba aún sin estrenar, en un jardín. El sepulcro en el jardín manifiesta que el dominio de la muerte está a punto de terminar.
XIV. Jesús es puesto en el sepulcro (Del Evangelio según Sn Mateo 27, 59-61)
José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.
José de Arimatea y Nicodemo tomaron luego el cuerpo de Jesús de los brazos de María, y lo enterraron. Mientras los varones procedían a la sepultura de Cristo, las santas mujeres que solían acompañarlo, y sin duda su Madre, estaban sentadas frente al sepulcro y observaban dónde y cómo quedaba colocado el cuerpo. Después, hicieron rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro, y regresaron todos a Jerusalén.
Con la sepultura de Jesús el corazón de su Madre quedaba sumido en tinieblas de tristeza y soledad. Pero en medio de esas tinieblas brillaba la esperanza cierta de que su Hijo resucitaría, como Él mismo había dicho. En todas las situaciones humanas que se asemejen al paso que ahora contemplamos, la fe en la resurrección es el consuelo más firme y profundo que podemos tener. Cristo ha convertido en lugar de mera transición la muerte y el sepulcro, y cuanto simbolizan.
Señor Jesucristo, al ser puesto en el sepulcro has hecho tuya la muerte del grano de trigo, te has hecho el grano de trigo que muere y produce fruto con el paso del tiempo hasta la eternidad. Desde el sepulcro iluminas para siempre la promesa del grano de trigo del que procede el verdadero maná, el pan de vida en el cual te ofreces a ti mismo. La Palabra eterna, a través de la encarnación y la muerte, se ha hecho Palabra cercana; te pones en nuestras manos y entras en nuestros corazones para que tu Palabra crezca en nosotros y produzca fruto. Te das a ti mismo a través de la muerte del grano de trigo, para que también nosotros tengamos el valor de perder nuestra vida para encontrarla; a fin de que también nosotros confiemos en la promesa del grano de trigo.
Ayúdanos a amar cada vez más tu misterio eucarístico y a venerarlo, a vivir verdaderamente de ti, Pan del cielo. Como el grano de trigo crece de la tierra como retoño y espiga, tampoco tú podías permanecer en el sepulcro: el sepulcro está vacío porque él -el Padre- no te “entregó a la muerte, ni tu carne conoció la corrupción”. No, tú no has conocido la corrupción. Has resucitado y has abierto el corazón de Dios a todos los que te necesiten. Haz que podamos alegrarnos de esta esperanza y llevarla gozosamente a este mundo que tanto te necesita.
XV. Jesús resucita de entre los muertos
Pasado el sábado, María Magdalena y otras piadosas mujeres fueron muy de madrugada al sepulcro. Llegadas allí observaron que la piedra había sido removida. Entraron en el sepulcro y no hallaron el cuerpo del Señor, pero vieron a un ángel que les dijo: «¿Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado? Ha resucitado, no está aquí». Poco después llegaron Pedro y Juan, que comprobaron lo que les habían dicho las mujeres.
Pronto comenzaron las apariciones de Jesús resucitado: la primera, sin duda, a su Madre; luego, a la Magdalena, a Simón Pedro, a los discípulos de Emaús, al grupo de los apóstoles reunidos, etc., y así durante cuarenta días. Nadie presenció el momento de la resurrección, pero fueron muchos los que, siendo testigos presenciales de la muerte y sepultura del Señor, después lo vieron y trataron como resucitado.
En los planes salvíficos de Dios, la pasión y muerte de Jesús no tenían como meta y destino el sepulcro, sino la resurrección, en la que definitivamente la vida vence a la muerte, la gracia al pecado, el amor al odio. Como enseña San Pablo, la resurrección de Cristo es nuestra resurrección, y si hemos resucitado con Cristo hemos de vivir según la nueva condición de hijos de Dios que hemos recibido en el bautismo.